LA CRUZ DE PIEDRA DE SAN AGUSTÍN

Libro: Tradiciones Quiteñas
Autor: Guillermo Noboa Rodríguez

Esta noble ciudad de San Francisco de Quito, de tradicional espiritualidad religiosa, ostenta en varias de sus calles numerosas cruces coloniales.

Cada una de ellas tiene su tradición, conservada con típicos detalles en la memoria de algunos viejos y auténticos quiteños, que aun cuando sus años de oro, con sus faroles de mechero, sus fantasmas y aparecidos, sus cenas con chocolate y buñuelo, y sus relumbrantes charlas hogareñas, han pasado muy lejos a través de muchos años, saborean sin embargo su inigualada exquisitez, al revivirlos con cariñosos recuerdos.

Este, pues, es uno de aquellos recuerdos: La tradición de la Cruz de Piedra de San Agustín.

 

Las aficiones del Hermano Ezequiel

El hermano Ezequiel C. de San Agustín, tenía fama de magnifico cocinero, sobre todo para la preparación de los dulces de caja. No sólo eran los Padres de la Comunidad Agustina, los que gozaban de esos sabrosos preparados, sino también que aún afuera, las más encopetadas señoritas se disputaban por alcanzar la gracia de que alguna vez llegue a su delicado paladar los incomparables dulces del hermano Ezequiel.

Tenía además este religioso, la fama de que jamás probaba los manjares que sus manos preparaban. Aún se creía que esta circunstancia se debía, a una promesa sugerida por su devoción especial a su santo patrono.

Pero, parece que las paredes de aquellos tiempos, no solo tenían oídos, como dice el refrán sino también estaban provistas de buenos ojos. Por esto se sabe que el hermano Ezequiel que a más de sus faenas culinarias, tenía la obligación de tocar las campanas para el rezo de la tarde, se quedaba en el campanario, hasta cuando las horas de la noche estaban muy avanzadas.

Ahí, bajo los huecos de las pesadas campanas, se complacía mirando y oyendo las cosas y los ruidos de la mundanal existencia. Tal vez en sus largas contemplaciones, reflexionaba en los pesares que laceran en todo tiempo el corazón de los pobres.

Posible es también que su imaginación, se hubiera concretado a los méritos espirituales que estaban a su alcance para conseguir la vida eterna.

Lo absolutamente cierto es que el hermano Ezequiel tan pronto como se acomodaba en el campanario, echaba una mirada a las calles que aun circundan a la iglesia, y luego debajo de sus amplios hábitos, sacaba una caja de dulce, ese exquisito dulce que sólo él sabía hacer, y con grandes trozos de pan, igualmente bueno, iba depositándolo con extraordinario gusto en la boca, en cuyo fondo desaparecía con muestras de verdadero placer.

 

La noche de los espadachines

Y sucedió que una noche, tal vez cogido por la fuerza vitamínica del dulce, el sueño había dejado inmóvil en el campanario al hermano Ezequiel. De pronto, despertó asustado, por las imprecaciones y el ruido de dos hombres que frente a la puerta principal de la iglesia, se batían ferozmente.

A la luz de la luna, los floretes brillaban centellantes, y parecía que los contendores trataban de despedazarse y destruirse.
– Santo fuerte! exclamó entonces el Hermano, alarmado de ver tan insensata lucha.
– Jesús me valga! continuo santiguándose.

Mientras tanto, los dos hombres daban pruebas de mucha destreza para manejar el florete. Unas veces adelantaban o retrocedían. Las paradas eran tan admirables como los ataques; lo mismo que la impetuosidad y el valor con que se acometían.

Pero hubo un momento en que uno de ellos atacó con tanta rapidez, que casi no dejó al otro tiempo para cortar el intento de herirle sin ningún recelo. En esta apremiante situación, apeló a la retirada, cubriéndose como podía hasta conseguir posición firme para resistir con igualdad. Hasta tanto, parecía que la punzante arma de su enemigo, ya le tocaba en pleno corazón, o en el vientre, o en un costado, sin que demore la caída mortal y la ruina.

El hecho era en verdad para espeluznar al más valiente, y el hermano Ezequiel con su espíritu cristiano, se angustiaba y maquinalmente se le escapaban exclamaciones que delataban su inquietud, al mismo tiempo que hacía gestos con las manos, y el cuerpo, y los pies, como queriendo ayudar al que llevaba la peor parte en la pelea, y detener al más agresivo.
– ¡Detente! ¡Detente hombre inhumano! decía el Hermano.¡Para! ¡Detente! Mira ¡que le vas a matar! ¡Ay! ¡Ya le heriste! ¡Qué horror! ¡Qué pecado tan mayúsculo! Pero no; ¡todavía se defiende! ¡Así muy bien! ¡Aviéntale una estocada al centro! …¡Así! …¡Así! … ¡Pero no hombre! ¡Qué malo! ¡Perdiste una oportunidad! … ¡Pero no importa! ¡Párate con más valor! ¡Vamos! Y seguía inquieto en el campanario sudando de pena o de coraje.

Mas hubo un instante, en que el perseguido cayó al suelo, y el otro rápido como un rayo, se precipitó sobre él, como resuelto a pasarle de lado a lado con su arma. Un grito tremendo salió entonces del robusto pecho del Hermano Ezequiel, al mismo tiempo que hizo rodar gradas abajo un grueso palo del que se había agarrado sin darse cuenta.

El estrepito llegó hasta el convento, y sin duda fue oído por los Religiosos de la Comunidad. Pero el Hermano, no reflexionó en nada de esto, sino que siguió mirando lo que había pasado en la calle. En tanto abajo, un diálogo casi tierno, cambiaba de faz aparentemente al duro combate.

 

Donde uno de los luchadores proponía tregua

– Mira primo, dijo el más bravo para la lucha que se había arrodillado junto al caído. Dejemos este enojoso asunto y permíteme que yo solo sea el pretendiente de María Eugenia.
– No puedo, primo, repuso el otro tercamente. Lo que te pido es que como caballero, dejes que me levante para continuar nuestra disputa, pues no creas que caí por la fuerza de tu ataque, sino porque resbale en una piedra.
– ¡A ver! ¡Vamos! ¡Alístate! ¡En guardia! continuó parándose de un salto y requiriendo su espadín.
– Primo, te ruego que no hieras mi generosidad y obligues que te ¡ataque de veras! repuso el otro.
– No finjas más valor, cuando ¡estoy notando que empieza a cogerte el miedo!
– Vaya con mi primo replicó el primero, sonriéndose. No hay tal miedo, sino que temo herirte mortalmente y ofender a tu familia que también es la mía.
– En fin, no discutamos más. ¡En guardia! terminó el segundo, lanzándose al ataque con inconcebible furor. El otro no se hizo obligar más, sino que con igual decisión entró a la brega, en tanto la luna aclaraba intensamente la trágica escena.

Se pudo ver entonces, que el más diestro, tomó enojo por la testarudez de su primo, y acometió reciamente, seguro de que terminaría pronto el incidente. Sonaban de modo horripilante las armas, y el silbido de las paradas heló de espantó al hermano Ezequiel, único testigo del escalofriante disgusto.

Sin embargo, continuó con sus exclamaciones y su gran deseo de ayudar al que retrocedió. De pronto, ambos se cruzaron con sus floretes y cayeron pesadamente al suelo, como si ambos hubieran quedado sin vida.
– ¡Misericordia!!! Gritó entonces el Hermano Ezequiel. ¡Ya se mataron!

La impresión que recibió fue tan fuerte, que se cogió la cara entre las manos y apoyado sobre la ventana del campanario quedo sin movimiento.

 

Alarma de la Comunidad, el Padre Alipio

El grito del Hermano fue tan intenso, que la Comunidad se alarmó y uno de los religiosos, consideró necesario subir al campanario para averiguar lo sucedido. Al cabo de poco rato, el Hermano Ezequiel, al sentir que una mano se posaba quedamente sobre su hombro, despertó del letargo y poniéndose en guardia, exclamó:
– ¡Atrás espíritus de esos condenados que acaban de matarse! ¡Atrás!
– Que es lo que sucede, ¿Hermano Ezequiel? Preguntó en ese momento una voz paternal y bondadosa.
– ¡Ah! ¡Padre Alipio! respondió asustado el Hermano al reconocer a su superior.
– Yo soy, en efecto, siguió el Padre. ¿Qué es lo que ha pasado?
– Perdone Padre; pero venga mire su reverencia. Hay abajo dos muertos que se desafiaron estando vivos. Se atacaron ferozmente con sus estoques, y allí están tal vez esperando la absolución; pero, no, Padre. ¡Mírelos, que empiezan a moverse!
– No, no. ¡Están vivos todavía! ¡Y se levantan! Gracias al cielo… ¡Padre! ¡Quizás se pudiera hacer algo por ellos…!
– Es verdad Hermano. Parece que solo sufrieron un fuerte choque al desviarse mutuamente, explicó el Padre.
– ¡Pero, mire su reverencia! Se ponen otra vez en guardia. Y se atacan igual que hace un rato. ¡Y se despedazan!… ¡Y se hieren!… ¡Y ese va a matar al otro!… Fíjese Padre, ¡que le hace retroceder! ¡Y le empuja!… Y le ataca sin compasión…. ¡Detente granuja! ¡Por favor Padre, vamos a salvarles…!

 

La vida de los dos luchadores estaba en un hilo

Cuando ambos religiosos llegaron a la calle, los combatientes estaban más empeñados en terminarse mutuamente.
Se acometían con furia inhumana, y no cesaban de lanzarse expresiones de odio y de venganza. Ambos tenían el rostro ensangrentado, y el brazo de uno de ellos, parecía ya destrozado con una ancha herida. La vida de esos dos hombres indomables, estaba prácticamente en un hilo.

Fray Alipio comprendió que debía intervenir sin vacilar, para impedir un crimen que no tenía excusa para una conciencia cristiana.

Levantó, pues en su diestra un pequeño Cristo que llevaba en el cinto, y con voz paternal, exclamó:
– ¡Basta, hijos míos! ¡Deteneos! ¡Os lo ruego por esta santa cruz!

Los contendores, en efecto, se detuvieron como si aceptaran la benévola intervención del Padre. Fray Alipio considero oportuno acercarse para convencerles que dejaran la cruel disputa, y arreglaran sus diferencias de modo cordial.

Más cuando estuvo casi entre los dos, sin saber por qué uno de ellos pronunció una infernal imprecación que sirvió para que volvieran a la pelea salvajemente.

El más agresivo estuvo tan ciego de cólera, que no reparó siquiera que el Padre estaba en peligro y acometió fieramente a su contrario. De repente, se oyó una exclamación de agonía, y el monje se dobló sobre sus rodillas para tenderse duramente en el suelo.
– ¡Jesús! ¡Protégele! ¡Ya lo mató! gritó en ese instante el Hermano Ezequiel cayendo junto a Fray Alipio para socorrerle.

En efecto, tenía en el pecho una herida de gravedad de la que escapaba abundante sangre dejándole apenas pronunciar palabra.
Casi al momento, el hechor con visible sorpresa de lo que había cometido, se hincó arrepentido junto al herido y le suplicó con angustia:
– ¡Padre, perdóneme que no sé qué es lo que hecho! ¡Perdóneme!

Y al mismo tiempo se apresto a llevarle en busca de un medico; pero el Padre se negó.
– No temas hijo mío, le contestó. Lo hiciste sin intención. Llévenme al Convento, porque estoy grave y quiero morir con la bendición del Padre Superior… ¡Vamos hijos míos…! ¡Llévenme…!

 

Donde el hechor se convierte y nace la Cruz de San Agustín

La tradición cuenta, que Fray Alipio murió como un santo, y que el hechor, que pertenecía a una de las familias más ricas y nobles de Quito, tuvo tanto arrepentimiento que resolvió alejarse para siempre de la vida mundana.

Y una tarde, entró para no salir jamás, al Convento de San Agustín, en donde tomó el humilde hábito de hermano de la Comunidad, a la que donó su fortuna, y alcanzó con su influencia que en el mismo lugar donde hirió mortalmente a Fray Alipio, se levante una cruz de piedra que le recuerde la falta que debía expiar con verdadera piedad cristiana.

Esa es la Cruz de Piedra de San Agustín.